Humboldt

Puedo afirmar, que después de cuatro horas consecutivas de experimentos con anguilas eléctricas, el señor Bonpland y yo mismo nos resentimos de debilidad muscular, dolor en las articulaciones y malestar general hasta el día siguiente”.


La afirmación pertenece a Alexander von Humboldt, el genial naturalista prusiano que sentó las bases de la geografía moderna y avanzó pasos de gigante en disciplinas como la distribución geográfica de las plantas, las corrientes oceánicas, los campos magnéticos terrestres, la orogenia… Vivió a caballo entre los siglos XVIII y XIX, recorrió buena parte de Europa (los ibéricos le debemos que “descubriera” la existencia de dos mesetas en la península), Siberia y Asia central, exploró la selva amazónica y escaló los altos volcanes centroamericanos. Fue amigo de Goethe y de Schiller, del presidente estadounidense Jefferson, del zar Nicolás I, de Simón Bolivar, del escritor Washington Irving y de los científicos más destacados de su tiempo: Cuvier, Celestino Mutis, Gay- Lussac… Su portentoso don de gentes le granjeó pocos enemigos, pero los que tenía no eran moco de pavo: el mismísimo Napoleón seguía de cerca las andanzas de Alexander, complicándole la vida al prusiano con ciertas dosis de sadismo durante su larga estancia en París.

Las líneas con las que hemos abierto este post dan buena cuenta de cuál era el material del que estaba hecha esta portentosa figura de la Europa ilustrada; en no pocas ocasiones, Humboldt comprobaba en su propio cuerpo sus hipótesis acerca de la electricidad en los seres vivos. En 1795 se aplicó electrodos en el cuerpo llegando a producirse dolorosas ampollas y abundante derramamiento de suero linfático. Cinco años después, en medio de los Llanos de Venezuela, se las apañó para capturar vivas varias anguilas eléctricas (Gymnotus electricus) -una especie capaz de producir una descarga paralizante de hasta 650 voltios que puede llegar a matar animales del tamaño de un perro y dejar sin sentido a un ser humano- a las que sometió a varias pruebas para comprobar el alcance de sus descargas e intentar responder a cuestiones como por qué el pez no se autoelectrocutaba.

Aunque provinente de una familia con una excelente posición social, la formación ética y política de Humboldt siempre le puso al lado de los más oprimidos. Uno de sus primeros trabajos fue el de inspector de minas en el distrito de Fichtel, función que le permitió conocer de primera mano las penosas condiciones de trabajo de los mineros de la época y su nula formación intelectual. Conmovido por esta realidad, fundó, a espaldas de sus superiores y con dinero de su bolsillo, una escuela de minería en la que se enseñaba a los mineros nociones de geología y mineralogía, legislación sobre minas, geografía local y otras disciplinas de carácter práctico. A la vez que realizaba su trabajo de funcionario de minas y daba clases –gratuitas- en la academia, se dedicó a investigar cuál era la composición de los gases presentes en las minas y su nivel de peligrosidad, estudio que realizó él mismo bajando hasta las galerías donde estos gases podían hallarse, práctica que estuvo a punto de costarle la vida. El resultado de sus investigaciones se tradujo en el diseño de respiradores y lámparas de seguridad que fueron utilizadas para el trabajo en minería durante años.

Este notorio compromiso social le acompañó durante su viaje a América, donde no dudó en hacer pública su indignación respecto a la extendida práctica de la esclavitud, tanto en las posesiones españolas como en Estados Unidos.

La vitalidad de Humboldt le llevó a alcanzar los noventa años, todo un récord para el siglo XIX. Su funeral fue de una espectacularidad despampanante: cuatro chambelanes reales abrían el cortejo fúnebre, el coche donde viajaban los restos mortales del naturalista iba tirado por seis caballos dirigidos por palafreneros reales y escoltado por veinte estudiantes que portaban hojas de palma. Tras la familia y amigos de Humboldt iban los caballeros de la Orden del Águila Negra, músicos interpretando la Marcha Fúnebre de Mozart, los ministros del gobierno, el cuerpo diplomático, miembros del Parlamento, seiscientos estudiantes escoltados por portadores de banderas, las academias de Ciencias y de las Artes con sus correspondientes directores y profesores… Un coro entonó himnos en su honor cuando el cortejo llegó a las puertas de la catedral de Berlín.

Sin embargo, pese a la magnificencia de la despedida, Humboldt había muerto completamente arruinado y sus escasas posesiones habían pasado directamente a manos de su criado, al que el ilustre científico debía el salario de varios años. La razón de esta miseria era su costumbre de apadrinamiento de jóvenes científicos, como Louis Agassiz, al que la ayuda del prusiano permitió seguir estudiando y llegar a convertirse en uno de los precursores de la Oceanografía y en uno de los más destacados naturalistas del siglo XIX.
Para saber más: Botting, D. (1973), Humboldt y el Cosmos, Ediciones del Serbal, Barcelona, 1981.
Imagen: Alexander von Humboldt und Aime Bonpland am Fuß des Vulkans Chimborazo (Friedrich Georg Weitsch (1810))

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